LECTURA VEN PRONTO - HILDA PERERA

¡Ven Pronto! 



Suerte que entre los escombros y los muertos quedaba algún reloj, un par de zapatos, una olla, quizá un bolsillo escondido, lleno de monedas. Porque, si no, no hubiesen venido los tres chiquillos y nadie hubiera oído llorar a la niña. Ong, el jefe de la pandilla, era huérfano, de trece años, tan flaco que parecía una radiografía de niño, con el pelo pelado al rape y los ojos sin niñez; pero sabía dar órdenes, era el que tenía más duras y más encallecidas las plantas de los pies, y quien podía saltar con más agilidad entre los escombros a descubrir lo que brillase. No tenía miedo a los muertos. Había visto muchos y todos tenían algo que pudiera venderse o cambiarse. Además, tenían dos ventajas: se dejaban robar sin protestar y no podían acusar o denunciar a nadie. Ong era el que con más destreza y menos asco le vaciaba los bolsillos. Si luego tenía pesadillas, a nadie las contaba. 

Jimmy, de siete años, nos servía para mucho más que para hacerle sentir a Ong su superioridad. Era una mezcla de pelo rubio ojos chinos y verdes, y color vietnamita. le decían Sargento, porque guardaba, en la choza de zinc y madera que se habían hecho, debajo de una piedra, el retrato de un americano abrazado a una vietnamita, un dólar, una caja de chicle vacía y la mitad de un cigarro Chesterfield. Por las noches se consolaba con la verdad-mentira de que algún día vendría a buscarlo su padre. El día menos pensado, ya lo verán -decía siempre apuntando al este con su brazo flaco y como si estuviera cerca-, se iría a vivir ahí, a Nueva Jersey. Ting Li lo mandaba a todas partes; con su "azúcar, señor" o "chocolate, señor", o "cigarros, señor", era a quien le hacían más caso los soldados americanos. Y volvía, no siempre no todos los días, claro, con una barra de chocolate que chupaban por turno, o unas monedas. Una vez había conseguido una pizza casi completa. 

Ting Li, la tercera, si hubiera estado limpia y bien alimentada, hubiera sido una de esas niñas que aparecen en los retratos de las agencias de viaje para invitar a los turistas a visitar el "fabuloso" Oriente. Como no lo estaba, y tenía la boca chica, y sus ojos eran apenas dos rayas oblicuas que publicaban desamparo, un periodista le había tomado una fotografía, para ver si en Washington, por fin, se decidían a evacuar a los huérfanos. Ting Li no tenía de sus padres más recuerdo que una tonadita que se cantaba a sí misma. Si la cantaba de noche, mirando las estrellas, se le ponía tranquilo el corazón. Y más si, al msimo tiempo, acariciaba muy suavemente, con los dedos, su colcha raída. 

Los tres se llamaban hermanos. 

Comían, si había qué. Ong era el que encendía el fuego, Ting Li la que cocinaba, y Jimmy el que dividía con los ojos lo que había, a ver cuanto podía tocarle a su hambre. Pero ya no escondía nada debajo de la camisa. Un día Ong, que era más ágil y más fuerte; le había dado una paliza por ocultar una barra de chocolate. 

-Y, si vuelves a hacerlo, te dejamos solo. Solo y de noche. Aquí todo es de todos. Es la ley. El que no obedece, se va. 

Jimmy prometió que nunca más, y se quedó con un ojo amoratado, en una esquina, sollozando sin lágrimas y rezongando que en cuanto pudiera, como era medio americano, se iba a Nueva Jersey y dejaba a este vietnamita de porra, tan malo y tan mandón. Para consolarlo, Ting Li, que no creía en Nueva Jersey, le prestó su colcha raída esa noche: 

-Pásale los dedos y verás cómo te duermes -le dijo, como si la colcha, en sus fibras, tuviera entretejida tranquilidad y sueño. 

Al día siguiente, con más hambre que orgullo, Jimmy decidió seguir a Ong y a Ting Li. Andaban los tres como salidos de los escombros, saltando, y hasta jugando, a su modo, a ver quién encuentra algo lo más pronto posible. Así hacían siempre. En cuanto sonaba una explosión o un cohete y volvía el silencio, antes de que llegaran las ambulancias, si es que llegaban, salían a descubrir. Ong dividió los campos: 

-Tú, Jimmy, al norte; yo, aquí. Tú, Ting Li, mira a ver si queda algo dentro de esa casa. Ong fue quien miró los ojos, ya eternamente fijos y abiertos, de Janine. 

Ting Li oyó lejos un hilito carrasposo, ronco, de poco llanto. Se detuvo, puso atención: otra vez aquel gemido o llanto de cosa viva. No era imaginación suya. Quizá un perro, o un gatito de esos de ojos azules, que se acarician y dan calor y ronronean. Corriendo, salió a buscarlo. Allí, allí se oía más cerca. Miró a su alrededor. Detrás de la pared, intacta como por milagro, descubrió a la niña. Se acercó, la tomó en sus brazos, le tocó muy ligeramente la cara, como si fuera de loza y pudiera romperse. Le pareció una maravilla y llamó: 

-¡Ong! ¡Ong! ¡Corre, mira!

Ong pensaba siempre: dinero o comida; no valía la pena otra cosa. Jimmy pensó en algo para su hambre y salió corriendo, no fuera a quedarse sin nada. Vivieron a Ting Li con aquel extraño bulto que gemía en sus brazos. 

-¡Es una niñita! -dijo Ting Li, y sonrió, ofreciéndola para que la miraran. 

Ong le era fácil desgarrar las ropas, robar, escurrirse, golpear, pero le era muy difícil sentir nada que se pareciera a lástima, amor o pena. Nunca recordaba que nadie le hubiese pasado la mano por la cabeza, sonriendo. 

Ting Li no recordaba bien las caras, que se le iban esfumando con el tiempo, pero algo como un calor o una ternura que alguien le había dejado para entregar algún día, sí; algo que ahora le dio valor para enfrentarse a Ong y decirle con un tono tan calmado como definitivo: 

-Yo no la dejo.
-Pues yo no voy a hacerme cargo de ella. No tenemos leche. No sabemos cuidarla. ¡Va a ser un estorbo, y se te va a morir de todos modos! -amenazó Ong. 

Ting Li no dijo palabra. Se sentó sobre los escombros. Cargó a la niña sobre su brazo, le sostuvo la cabeza contra su hombro. Cogió un pedacito de la colcha suya y se la puso en la boca. Con el engaño, la niña cerró los ojos y se quedó tranquila. 

-Yo me quedo con ella. Si tú quieres, vete, Ong.Yo me quedo con ella. 

Ong hizo un gesto de fastidio. 

-¡Tráela! ¡Pero si se muere, tú tienes la culpa! Ong marchó delante; Ting Li, detrás, con la niña dormida. Jimmy miraba Ting Li, sonreía, se encogía de hombros y le hacía burlas a Ong. 
Ong era más terco que malo. Por eso, a los pocos días, en la casucha de zinc, madera y casi milagro que les servía de cobijo a los tres, la niña tenía, conseguida por él, una cuna, que había sido cajón de envase; pañales, unos trapos doblados en cuatro y un nombre: Mai (flor, en vietnamita). Porque Ting Li tenía ese bendito misterio en sus ojos: sobre toda la sombría miseria, sabía ver las flores ondear bajo el viento. 

De comida no sabían que darle. 

A veces, un poco de té, entibiado en una lata que le ponían en los labios, y más derramaba que sabía tomar. 
A veces, agua de arroz. 
Leche no, porque no había. 
A veces, la punta de la colcha sola, mojada en agua. 
Ting Li la cogía mucho en brazos y le cantaba la tonadita que recordaba de sus padres, o le inventaba otras que le salían de dentro. 
Por las noches, como madre, se depertaba a oírla respirar. 
Pero la niña se iba debilitando. Cada día parecían agrandársele más los ojos negros, y en los pies y las manos se le marcaban cada vez más visibles y azules las venas. 

Ong la miraba pensando que ya ni siquiera sostenía la cabeza. Pero fue Jimmy quien comentó admirado, sin mala intención, porque era cierto: 

-¡Qué huesos tiene! 

-Es que ha crecido. Que está creciendo -insistió Ting Li, mintiéndose a sí misma. 

Y luego, mirando a Ong:

 -¿Verdad que está creciendo? Ong no dijo nada. Siguió dándole cortes a un pedazo de madera con su navaja fina. Al día siguiente, cuando casi no lloraba la niña, Ting Li aceptó lo evidente:

-Ong, hay que conseguirle leche. 

-¿Y dónde quieres que la consiga? La leche no cae del cielo, como la lluvia. Aquí no hay hierba, y donde no hay hierba, no hay vacas, ni chivas. ¿Dónde quieres que la consiga? Ting Li se levantó furiosa, con los ojos llenos de lágrimas: 

-¡Cómprala! ¡Ve a la ciudad y cómprala! ¡Tú tienes dinero! 

-¡Yo voy! ¡Yo voy! -dijo Jimmy, a quien le encantaba la aventura de perderse en Saigón. 

-Sí, ve tú. Yo tengo trabajo -dijo Ong. 

Y abriendo una bolsa que llevaba amarrada a la cintura, junto a la navaja, le entregó dos monedas. 

Ven pronto! ¡Ven pronto! -susurró Ting Li. 

 Hilda Perera.

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