LA ABUELA CAE ENFERMA RESUMEN
LA ABUELA CAE ENFERMA
Karli no podía imaginarse que la abuela cayera enferma. No lo estuvo durante mucho tiempo, pero poco antes de que Karli cumpliera los diez años sucedió aquello que él tanto temía en secreto.
Durante varios días la abuela trató de ocultarlo. Se quedaba más tiempo que de costumbre en la cama, le pedía que se hiciera él mismo el desayuno, apenas repartía prospectos, enviaba a Karli a la panadería (hacía, en resumen, un montón de cosas raras).
-¿No te encuentras bien? -le preguntó Karli.
-Claro que sí -dijo la abuela-. Estoy sólo un poco floja. Es el cansancio ese que me entra siempre en primavera.
No lo era. Al quinto o sexto día la abuela llegó a la conclusión de que tenía fiebre y de que habría probablemente que ir a buscar al médico. Karli se quedó muy intranquilo y tuvo que esforzarse porque la abuela no se lo notara.
-¿Quieres entonces que vaya a buscar al médico? -le preguntó.
-Sí, hazlo -dijo la abuela.
Karli llamó al timbre del médico fuera de las horas de visita. La enfermera del consultorio le abrió la puerta. Parecía algo enfadada:
-¿No puedes venir a las horas de consulta?
-La abuela está enferma dijo- Karli.
La enfermera lo miró e hizo un gesto de contrariedad con la cabeza.
-¿Frau Bittel? ¡No puede ser!
-Sí que puede ser -dijo Karli-. Está enferma de verdad. Tiene fiebre y cuando la abuela quiere que la vea el médico...
Karli estaba a punto de echarse a llorar.
-No te preocupes, Karli, el doctor Hinz irá en seguida.
La señorita se mostraba mucho más amable.
-Bueno -dijo Karli-. En seguida, pero de verdad.
-Tan pronto como vuelva de la visita -le prometió la enfermera.
El médico se presentó poco después, efectivamente, y mandó a Karli salir del cuarto para reconocer a fondo a la abuela. Karli, en su habitación, no sabía qué hacer y pensaba en el discurso que le había soltado la abuela el día de su último cumpleaños. Karli se imaginó lo que pasaría si muriera la abuela y se dijo, bajito:
-La abuela no puede morirse. Karli se sentía como si tuviera cinco años. Llamaron a su puerta. Era el médico que venía a buscarle. Se sentaron junto a la cama de la abuela.
-Óyeme bien, Karli -dijo el médico-. No tienes por qué preocuparte. La abuela tiene unas anginas de cuidado, pero esta muy bien para su edad. ¿No es verdad, Frau Bittel?
A la abuela se le iluminó el rostro y asintió.
-No me parece prudente dejarla aquí, sin que la cuiden -siguió diciendo el doctor-. Tú Karli, no estás en condiciones de hacerlo. La abuela debería de ir a la clínica durante una semana. Ya lo he hablado con ella. Le diré a la vecina que te eche un vistazo de cuando en cuando y se lo comuicaré también a la asistente social.
-A ésa, no -dijo Karli.
-A ésa, también -dijo el médico con decisión-. Las cosas, Karli, tienen que seguir su curso ordinario; de lo contrario intranquilizarías a tu abuela y no se pondría bien.
-Entonces, bueno -dijo Karli.
-Mañana por la mañana vendrá una ambulancia a recogerla. Tú tómate un día libre en la escuela. Yo te escribiré una dispensa.
-Bueno -dijo Karli dándose cuenta de que se tranquilizaba.
La situación era grave y tenía que demostrarle a la abuela que podía confiar en él.
A la mañana siguiente, muy temprano, se la llevaron.
Karli, después de cerrar la puerta, se echó a llorar. Era temprano y hubiera podido ir todavía a la escuela. No lo hizo. Karli empezó a ordenar la casa como lo hacía la abuela. Más tarde llamaron a la puerta y la vecina le preguntó a qué hora quería que le trajera el almuerzo.
-Ahora no -dijo Karli.
-Lo tienes todo que resplandece de limpio -le dijo la vecina. Karli se alegró. Por la tarde estuvo jugando al fútbol y a las cinco fue a ver a la abuela a la clínica. Iría todas las tardes, aunque los días de visita fueran sólo tres a la semana. A Karli le habían dado un permiso especial.
La abuela aparentaba mucho cansancio y preguntó poco. Karli se sentó junto a ella, sin saber qué contarle, y le dio un poquito de vergüenza. Hubiera tenido que pensar antes cómo entretenerla.
Al día siguiente, después de la escuela, cuando estaba almorzando solo, recibió la visita de la asistente social. Era nueva. Se presentó:
-Soy Fräulein Hauschild. -Yo soy Karli Bittel -dijo Karli.
La asistente social se rió.
-Ya lo sé -dijo. (Y le preguntó si podía ayudarle en algo)
-Pues no -dijo Karli-. Ya me las voy arreglando.
-Me parece estupendo -dijo la asistente social-. Voy a pasar todos los días, por si acaso, y si hay algo que no marcha bien, me lo dices. La comida ¿te la trae la vecina?
-Sí -dijo Karli.
-Tampoco hace falta que seas tan ordenado -le dijo la asistente social.
A Karli le gustó mucho.
Al día siguiente, cuando quiso ir a ver a la abuela, la enfermera se lo prohibió.
-Hay que dejarla tranquila. Está débil de la fiebre.
A Karli le entró miedo de que fuera a ocurrir lo inimaginable y pensó que tenía que prepararse.
-Fräulein Hauschild -le dijo-. Sé que la abuela va a morirse.
-¡Tonterías, Karlil! -dijo Fräulen Hauschild no quería seguir hablando.
La asistente social iba a verle todas las tardes, se sentaba a veces con él junto al televisor, le repasaba los deberes, conversaba con la vecina.
Era muy simpática y no preguntaba. Procuraba simplemente que todo marchara bien.
Los días siguientes pudo volver a visitar a la abuela. Algunas veces la misma Fräulein Hauschild lo llevaba a la clínica. La abuela se recuperaba rápidamente. Karli no tenía ya que inventarse nada; la abuela volvía a contar cosas, preguntaba, ordenaba.
A las dos semanas justas regresó a casa. Karli limpió bien el piso y puso en la puerta un letrero en el que había escrito con lápiz rojo:
"¡BIENVENIDA!"
La abuela se permitió el lujo de llegar en taxi. Karli la oyó reir delante de la puerta. El cartel la alegró. Esta vez no lo abrazó la abuela a él, sino él a la abuela. Era la primera vez que lo hacía. La abuela recorrió el piso, lo examinó todo detenidamente, le pareció impecable y dijo, dándole un empujón:
-Bueno, ahora vamos a seguir, Karli. La abuela iba a hacerse un café cuando sonó el timbre y la vecina le trajo un ramo de flores; la abuela se lo agradeció; volvió a sonar, era la mujer del panadero con una torta. La abuela les explicó la enfermedad con gran derroche de palabras; volvió a sonar el timbre y se presentó Fräulein Hauschild. Todos hablaban a la vez y se encontraron de repente sentados en torno a la mesa redonda, Karli también, la mar de alegre, y a todo el mundo le pareció que la abuela tenía muy buen aspecto y que estaba ya repuesta.
-No esta mal eso de repuesta -dijo la abuela. Por la tarde, después de la fiesta -la recepción se había convertido al final en una pequeña y estupenda fiesta-, la abuela decidió irse a acostar más temprano que de costumbre.
-Tengo que cuidarme un poco por las noches -dijo.
-Estar sin ti es terrible, abuela -dijo Karli.
-¿Lo ves? -dijo la abuela-. Pero tienes que aprender a estarlo.
Karli lo comprendió. Luego pensó en el miedo que había pasado, en la gente también que la había ayudado y en que no iba a ser siempre así. Karli oyó cómo la abuela se encerraba en su cuarto y se acostaba entre suspiros. Igual que tantas otras noches. ¡Ojalá siguieran así las cosas!
-¡Buenas noches, abuela! -exclamó.
Y la abuela le respondió:
-Que duermas, bien, Karli. Mañana te despertaré.
-Está bien, abuela.
Karli no tuvo que poner el despertador. De eso volvía a encargarse la abuela.
Esto se acaba, Erna Bittel, pensé. Y cuando el muchacho se fue corriendo a buscar al médico, volvieron a desfilarme por la cabeza todas esas cosas. ¿Qué iba a ser de él? ¿Quién iba a recogerlo? ¿Iría Karli a parar a un asilo? Hubiera querido levantarme tan sólo para que nadie notara nada, pero me sentía terriblemente mal y pensaba en la muerte. Ya pasó. Volvemos a estar juntos. Karli me parece que se ha vuelto más atento y reflexivo. El susto le caló muy hondo. Sería mejor que vivieran todavía sus padres. Para él, claro. Para mí, no. No, para mí no. Aunque a veces, durante el día, no pueda casi con mis huesos. Karli es para mí, a pesar de todo, una segunda vida. Y espero aguantar unos años todavía.
Peter Härtling
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