MILAGRO EN LOS ANDES CUENTOS DE ANCASH

MILAGRO EN LOS ANDES

Dice la leyenda que el Dios Sol cuando mandó a sus hijos Manco Capac y Mama Ocllo, les entregó una varilla de oro, pero junto a ella mandó también simientes de doradas ocas, ajíes, maíces y un poco de sal.
Sabemos además que los hijos del Sol se establecieron en el Valle Sagrado de los Incas (Cusca) y allí enseñaron a los hombres y mujeres todas las labores, entre ellos a cultivar la tierra, que era lo que más les gustaba. Preparado el terreno, como jamás se había hecho antes, procedieron a sembrar las semillas y la tierra las acobijó amorosa en sus entrañas y abrigadas con los lejanos rayos del Sol, las nuevas plantas crecieron vigorosas y se llenaron de dorados y apetecibles frutos. Manco contempló su obra con real complacencia y apreció que los frutos eran tanto o más hermosos que los que trajera en sus alforjas cuando vino del Sol.

Quiso hacer ver a su padre los ricos frutos y al mismo tiempo agradecerle por tan indispensables presentes, pero se dio cuenta que ya no le era dado regresar a la casa paterna. Pero eso no era obstáculo, pues allí estaba el gran mensajero, el imponente Cóndor, quien también era hijo del Sol.

Llenó la alforja que trajera desde el Sol, con doradas mazorcas de tupidos granos, relucientes y dulces ocas y dorados frutos de ají, entregó la repleta alforja al mensajero, que ansioso levantó vuelo ya que desde mucho tiempo no lo hacía. Sus poderosas alas cortaron el espacio a velocidad asombrosa y sus ojos vigilantes lo miraban todo y comprobó complacido los cambios ocurridos desde la llegada de Manco y su esposa; los valles estaban llenos de verdor, las escarpadas laderas estaban surcadas de andenes, que semejaban hamacas colgadas desde el cielo; en las colinas habían ciudadelas de gente civilizada y corrían canales de regadío por lugares que jamás habían bebido el agua.
Todo este cambio maravilloso dejó absorto al Cóndor quien en su contemplación, no se percató que de su alforja caían por los aires las ocas y maíces. Cuando se dio cuenta sólo estaba en la alforja el ají. Lleno de desesperación trató de recuperar algunas mazorcas de maíz, las que gozosas bailaban en el aire; y se lanzó en picada, pero, una mazorca rezagada le golpeó la cabeza hasta herirle; aturdido sólo atinó a retener los ajíes y viendo la imposibilidad de sus intentos, cabizbajo se dirigió ante el padre Sol.
Hizo entrega de los ajíes refiriendo todo lo ocurrido, pidiendo disculpas. El Sol comprendió la distracción del Cóndor teniendo en cuenta los motivos de tal hecho.

Acarició los frutos del ají y reconoció que eran mejores que la simiente y dedujo que igualmente aventajarían al maíz y la oca, quedando complacido sobremanera.

El Cóndor regresó a la tierra trayendo el solemne encargo de averiguar cuál había sido el destino del maíz y ocas extraviados.
El trabajo de Manco y su gente proseguía y todos cumplían sus tareas a cabalidad, también el cóndor, quien un día dijo que saldría a hacer un largo viaje. Se elevó por los aires con la mirada vigilante y el pensamiento alerta para buscar donde habían caído los maíces y las ocas.

Voló y voló y al fin distinguió en un valle costeño un hermoso maizal; bajó presuroso. Estaban allí, mazorcas henchidas de dorados granos (maíz amarillo). Se llevó unas mazorcas.

Siguió volando y bajo sus pies halló otro grupo de maíces, pero ¡oh, prodigio! estos eran rojos como la sangre ¿sangre? ¡Claro! el maíz que golpeó la cabeza del Cóndor aquel día, se había teñido de rojo. Y se llevó varias mazorcas. Siguió buscando y halló muchos; unos eran amarillos, los que cayeron junto a las retamas de Carhuaz, otros eran negruzcos, los que cayeron en la noche; y habían jaspeados, rosados, encarnados y azulinos.

El Cóndor siguió buscando, pero ya le pesaban las mazorcas y se hacía de noche. Entonces se sentó en un picacho muy alto y suplicó a la eterna hilandera la Luna le hiciera una alforja de plata. Al amanecer el pedido estaba listo y se llenaba de mazorcas multicolores. Entonces subió más aún, hacia las cumbres nevadas y encontró un grupo de maíces cuyos granos eran blancos y grandes como la nieve vecina, pues ésta le había regalado su albura.
Pero no había rastros de las ocas, siguió buscando y al fin dio con ellas; tímidas y humildes se hallaban en las andenerías y alturas. Unas eran doradas como el principio (ashó), otras eran blancas como el granizo, la que recibió una caricia era roja, la que recibió el beso de una mozuela era morada y dulce (tsumpac) y las había de otras tonalidades. El Cóndor recogió de todos los colores y sabores; las guardó en la mágica alforja de plata y emprendió el regreso al Valle Sagrado de los Incas.
Manco miró atónito los ricos y dulces presentes recogidos por el Cóndor y decidió que serían una magnífica ofrenda en las próximas festividades del Sol.

Pero aún quedaba una preocupación para Manco y su gente. Se trataba de la sal La sal que les diera el Sol, disminuía con rapidez. Una noche deliberando los dos hijos del Sol, Manco propuso guardarlo en el seno del Lago Sagrado (el Titicaca) pero el Cóndor le hizo ver que el agua se salaría y sería inútil para el consumo y la agricultura. Entonces recordó que en sus largos viajes había visto un mar inmenso y allí llevaría la sal para guardarla. El inca estuvo de acuerdo y muy de mañana el
Cóndor emprendió vuelo. Cruzó quebradas, cumbres, ríos, valles, desiertos y al fin llegó al mar. Luego de elevar una oración a su Padre Sol, dejó caer la sal al mar y emprendió el regreso.

La noche le invitó a dormir en las altas cumbres y así lo hizo. A la mañana siguiente al alistarse para emprender el vuelo se dio cuenta de que un granito de sal estaba adherido a sus patas y se la regaló al Apu de la gran cumbre serrana.
Una vez llegado a su destino dio cuenta a Manco y este quedó satisfecho, por un tiempo.
Un día Manco llamó al Cóndor, pues era su mensajero y su consejero y le dijo que sí como soñaran, la sal había aumentado en el mar, sería de urgencia saberlo.

Para comprobarlo emprendieron el viaje el Cóndor y diez valerosos hombres, los que debían estar de regreso para la gran fiesta del Sol. Para el Cóndor de ágiles y mágicas alas, el camino era fácil, no así para los hombres que a pesar de su valor se cansaban, pues viajar desde el Cusca, por caminos inexistentes hasta la lejana y desconocida costa, era tarea difícil para cualquier mortal.
Mientras, Manco era presa de mil preocupaciones.
¿Se habría producido el milagro del aumento de la sal? ¿Habrían desaparecido en el mar inmenso? ¿De dónde sacarían la "dulce" sal si ésta se habría perdido? En estas cavilaciones no conciliaba el sueño y apenas despuntaba la aurora, poníase a divisar los caminos, esperando el regreso de sus mensajeros. Los días de espera eran interminables.
Un día, muy de mañana, en la víspera de la fiesta del Sol, la expedición regresó con las alforjas repletas.
El Inca no se atrevía a preguntar, pero las Coyas que igualmente estaban impacientes, tendieron multicolores mantas y vaciaron las alforjas y. salieron a la vista relucientes y blancos granos de sal. Todos los presentes manifestaron su gozo, pues ya tenían la sal para la fiesta y también para ellos.

Pero el Cóndor aún tenía la alforja de plata colgada de sus poderosos hombros o mejor dicho de su poderoso cuello. Al fin, quiso saber que había allí. Entonces con una gran emoción sacó relucientes y rollizos peces que el mar agradecido por el regalo (la sal) enviaba al Inca como retribución, las Coyas lo colocaron en rutilantes recipientes de oro y plata. Pero aún quedaba un lado de la alforja sin tocar. Al fin el Cóndor manifestó que allí venía el mejor de los regalos, el don más preciado que el Dios de los Andes, el gran Apu, hacía a los hombres, quienes desde la llegada de Manco se habían vuelto buenos.
La ansiedad se apoderó del inca y su gente ¿qué era ese regalo único que les hacía el gran APU?
Entonces salieron de la alforja hermosos tubérculos de papa. Sorprendido el inca tomó una entre sus reales manos y ésta tomó el color del oro y la llamaron "ashó", la Coya tomó otra y la besó y ésta tomó el color encarnado de sus labios y la llamaron "milagro", una niña cogió otra, la acarició y la paso por sus ojos y las papas se llenaron de "ojos"; otra papa fue tocada por la mujer del Cóndor y llamaron a este “condorhuarmi", otra fue tocada por una mujer de las altas punas y la llamaron "jalcahuarrní", otra fue tocada por un anciano de dulce trato, es por eso que las papas se arrugan al estar guardadas pero se vuelven dulces. Y así cada una de las personas le dio una cualidad, un color o un nombre.

Finalmente del fondo de la alforja, el Cóndor sacó trozos de sal pero estos no eran blancos como los del mar, sino pardo verdosos. Estos eran, si puede decirse, frutos del trozo de sal que el Cóndor había regalado al gran Apu de la cordillera de los Andes, quien lo había cultivado y lo tenía almacenado en las minas de sal gema, que hasta hoy subsisten en ciertos lugares de nuestras serranías.
El gran Inca, cayó de rodillas ante la vista de todo aquel prodigio y rezó a su Padre Sol y a otro ser Superior, que él aún no conocía, pero que lo presentía en lo más profundo de su ser. El pueblo también enmudeció de gratitud y dicha.

Y así todo quedó listo para la primera gran fiesta del Sol.

Al amanecer al Gran Día, el Sol salió más temprano y majestuoso que nunca, luciendo una dorada corona sobre su rubia cabellera. Besó a la tierra inundándola de luz y todo adquirió vida: el viento, los ríos, los andes y todos los seres.
El pueblo de los Incas llenaba reverente la inmensa plaza. Encabezaban los festejos el Inca Manco Capac, su esposa Mama Odio y el majestuoso Cóndor. Luego de elevar una oración colectiva al gran dios Sol, Manco le entregó las ofrendas. El Sol recibía el homenaje desde las alturas, repartiendo por doquier la bendición y en el colmo de la dicha arrojaba rayos de oro que se incrustaban en las entrañas de la tierra, constituyendo lo que hoy conocemos como las vetas de las minas de oro de nuestros andes. Uno de esos rayos dorados cayó en las hoy famosas minas de Goyllarízquízqa, que para los lugareños era "Qoyllur Ishkishqa", "Estrella caída del cielo", otra cerca de nosotros en Antamina y otros rayos cayeron en nuestros famosos nevados de donde hoy se deslizan como pepitas de oro, premio para los suertudos hijos de los incas.

La fiesta fue grandiosa para todos, estableciéndose la primera versión de la fiesta del Inti Raymi.
Al caer la tarde el Sol se marchó en su celestial morada, feliz de ver a los hombres ya civilizados y también por los excelentes presentes que habían fructificado y diversificado maravillosamente en la fecunda Tierra.
Terminada la fiesta, todos los dones, menos la sal fueron repartidos a los hombres con el mandato expreso de que fueran sembrados en las diferentes partes de la tierra y que según su color y sabor, les pusieran nombres y les hicieran producir cada día más y más ya que eran dones que les preservarían la vida y eran testigos vivientes del inmenso poder que viene desde las alturas, ayudado por el trabajo tesonero y honrado de los hombres.

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