ÁNGEL PINTADO - JUANA DE IBARBOUROU

ÁNGEL PINTADO - JUANA DE IBARBOUROU


Entonces yo debía tener entre once y doce años. No lo recuerdo, pero tendría también una tez de raso y un fresco color de rosas en las mejillas.

Amaba las bellezas de las tarjetas postales, tan de moda entonces. Un día aparecí en la escuela rigurosamente pintada con un diluido de carmín con que mi mamá decoraba ciertas flores de sus postres caseros, con el pelo de la frente con un impecable rizado negroide, los zapatos de grandes tacones de mi hermana y, bajo los ojos, anchas ojeras a carbón de una caja de lápices, también de mi hermana que entonces aprendía dibujo.

No sé cómo burlé la vigilancia doméstica, ni cómo pude cruzar el pueblo tranquila en esa estampa. Recuerdo sí el espantoso silencio que se hizo a mi paso por el salón de clases, y la mirada enloquecida y desesperada con que me recibió la maestra. Recuerdo también, como si hubiera sido ayer, su voz enronquecida al decirme:

- Ven acá, Juanita.

Entre desconfiada y orgullosa, avancé hacia su mesa. Y otra vez su voz ronca:

- ¿Te has mirado al espejo, Juanita?

Hice que sí con la cabeza.

- ¿Te encuentras muy bonita así?

- Yo ….. sí ……

- ¿Y te duelen los pies?

¡Ay, cómo ella lo adivinaba todo! Yo hubiera dado en aquel momento un cielo por un par de zapatos viejos. Pero era un ángel altivo y contesté con entereza:

- Ni un poquito.

- Está bien. Vete a tu sitio. A la salida, iré contigo a tu casa.

Durante la tarde, oí de mis compañeros toda clase de juicios, advertencias y consejos, en general, leales. Sólo estuvieron contra mí las dos niñas modelo. Empecé entonces a conocer la dureza feroz de los perfectos.

No sé qué hablaron mi maestra con mi madre. En mi casa no estalló ningún polvorín, no se me privó de mi plato de dulce , nadie me hizo un reproche siquiera.
Sólo me dijo mi mamá después de comida:

- Juanita, no vayas a lavarte la cara.

Con asombro que llegaba al pasmo, pregunté apenas:

- ¿ No ?

- No, ni mañana tampoco.

- Ahora anda a dormir. Desabróchale el vestido, Feliciana.

Y fue mi madre quien me despertó al otro día, quién vigiló mis preparativos para la escuela, y quién, al salir, me llevó ante su gran armario de luna, y me dijo en un tono de voz absolutamente desconocido para mí:

- Vea mi hija, la cara de una niña que se atreve a pintarse a su edad.

(¡Dios de los universos! Aquella cara parecía un mapamundi. Y aquella chiquilla encaramada sobre un par de tacos torturantes, era la verdadera estampa de la herejía)

Me eché a llorar silenciosamente. Vi los ojos de mi madre llenos de lágrimas. Yo todavía no sabía de arrepentimientos y, desesperada, me dirigí hacia la calle, con mis libros y cuadernos en tal desorden que se me iban cayendo por el camino.

Fue mi santa Feliciana quién me alcanzó corriendo, casi a media cuadra, y allí mismo me pasó por la cara, sollozando, su delantal a cuadros y azules. Ya casi no le cabía yo en el regazo, pero volvió a casa conmigo a cuestas, y las dos abrazadas, lloramos desoladamente el final de mi primera coquetería.

Ángel Pintado Juana De Ibarbourou, Cuentos Cortos, Cuentos Muy Cortos

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